La presidenta siempre creyó habitar en el cielo de los indiscutibles. Pero ahora estaba cansada. Como si tuviera un descosido en su personalidad. Se le notaba desde hacía tiempo. En su sonrisa y en su rostro, demacrado por el constante escorzo en busca del consenso consigo misma. La presidenta llevaba tiempo negando lo evidente: su descrédito político y personal. Alguien le dijo una vez que no existe mayor obstáculo para lograr la liberación que la necesidad del fracaso. Quizás lo buscaba ignorando que prepararse para la concordia es aceptar el propio destino. Sabía que tenía los días contados. Que gobernar en minoría era un suicidio. Hasta el mismísimo Sanz se lo reprochó recomendándole sensatez y autocrítica. Pero esos sustantivos no cabían en su diccionario. Porque lejos de reconocer errores, los transfería a los demás. Se le notaba cansada, sí, pero ella se creía inmortal, algo que consideraba la mejor droga contra el cansancio. Desde su divorcio con el socialismo complaciente, la realidad se convirtió para ella en un escenario ignoto. Dormía mal y hacía tiempo que los ataques de soberbia le impedían rendirse a la evidencia. Por eso utilizaba la sonrisa como la única redención ante la angustia de sus días. Nada parecía importarle y la opinión de sus opositores la convertía en una comedia del escepticismo y el sarcasmo. Sus reflexiones se parecían a un baile de disfraces. Pareciera que solo hablara para ella, como quien se escribe a sí mismo cartas de consuelo. Las gentes de su partido, salvo los fulleros reaccionarios, le recomendaban en voz baja un cambio de mirada, un guiño a la cordura. Entonces comprendió la recomendación de su ego desinflado: los años no pesan, ciegan.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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