Pese a que el tiempo había pasado, Roberto Jiménez durmió mal aquella noche. A esa hora en que la vigilia rompe sin piedad el placer consigo mismo, despertó en medio de una tormenta de conciencia de grado 10. Aturdido y empapado en sudor trató de sobreponerse a la ecuación que sacudía su alma. Todo comenzó en 2002, cuando excitado por el alcohol que inflamaba las venas de miles de gentes, lanzó el Chupinazo sanferminero. Fue su primera escalada a la gloria. Un orgasmo fugaz e imprevisible. En ese instante se enganchó a la adictiva vanidad que atormenta a los mediocres. Y ese envanecimiento desenfrenado lo llevó en 2008 a la presidencia del PSN; justo cuando España entraba en bancarrota y Navarra tocaba a rebato. Convertido ya en un yonki de sí mismo, decidió colaborar con UPN. Y buscó un par de excusas impuestas: la gobernabilidad foral y frenar en seco a un nacionalismo que ya no inquietaba a nadie. Así llegó a sentarse como vicepresidente. A partir de ese momento su vida entró en barrena. Hasta su expresión, árida de melancolía, se acentuó. Porque tuvo que lidiar con su conciencia y con su alma, dos territorios íntimos ya devastados por sus contradicciones. Pero el poder le ganó la batalla. Su mayor desdicha llegó en febrero de 2014. Apartado ya del Gobierno por su prestamista, se enfrentó a Barcina. O se iba, o él la echaba. Pero en realidad, el que se echó fue él. Una llamada del inquisidor Rubalcaba le frenó en seco. En ese momento quiso morirse. Desde entonces no logra conciliar el sueño. Esa mañana, tras la alucinación, llamó a Fabricio Potestad, militante socialista y psiquiatra y le preguntó: ¿es cierto que la renuncia es la única acción no envilecedora?
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