Podría
ser un mes cualquiera. Pero no lo es. Abril deriva del latín “aprilis” que
viene de “aprire” (abrir). Y es que en esta época en Roma ya es primavera. Aquí
no tanto. Habrá que esperar hasta primeros de junio para saborear de verdad el
encanto de los primeros soles. Para que la sublime vegetación rompa en mil
pedazos la monotonía de los inviernos de esta Pamplona gris marengo que nos
acompaña durante más de medio año. Es un mes malencarado con la tierra. La
huerta de Pamplona está casi vacía a la espera de la gran explosión de mayo y
junio. Llueve sí, pero el olor de los campos mojados ya crecidos, anima el alma
dormida de esta provincia a la que solo parece importarle el mes de julio.
Abril está en la frontera, en ese territorio del cambio. Más allá de esta
fecha, el horizonte se despeja para encarar de verdad el tiempo preciado, el
sol, la luz nítida de las mañanas y el
canto de las chicharras.
Abril se presenta, en ocasiones,
salpicado de rojo en el calendario. A veces se llega a él, hecho unos zorros
después de un trimestre sin fiestas de guardar (eso para los que trabajamos,
porque para muchos, todo el año es un
eterno lunes al sol); entonces, el viaje se impone. Me
gustaría iniciar un viaje con las cosas imprescindibles y el recuerdo de Ulises
en la maleta, que partió pensando en una breve expedición de castigo y tardó
veinte años en volver. Pero la realidad es que nos vamos para alejarnos de
nosotros mismos. Y es que la fuga hacia cualquier sitio se convierte en el
único acto salvador frente a la constante batalla entre el yo y sus
alteraciones.
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