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La valla



Ya olía a primavera y en algunas terrazas del Paseo Marítimo de Melilla se servían boquerones fritos. El viento de Levante llevaba hasta las aldeas de Marruecos un olor a fritanga que excitaba a los descendientes de los primeros esclavos que cruzaron el Atlántico.
Kandeh Bani había nacido en Freetown, capital de Sierra Leona, en un suburbio infectado de traficantes de crack y prostitutas con sida. Kandeh había visto degollar a su padre por un mocoso de trece años que vomitaba heroína adulterada sobre los cadáveres que coleccionó durante la guerra civil que asoló al país durante 1991.
Sobre la tumba de su padre juró vengar su muerte y volver con el dinero suficiente para liberar a su familia de la miseria. Para eso tenía que llegar a Melilla.
Kandeh llegó a la aldea marroquí de Tissamrin después de cuatro meses de viaje por el infierno. Desde allí, la valla de la vergüenza le pareció surgida del bostezo de un diablo. En una cabaña de adobe vio por TV como un señor con cara de hiena entristecida besaba un crucifijo. Le dijeron que era el ministro del Interior español. Entonces pensó que aquel hombre no podía ser mala persona. A los dos días Kandeh, tras pagar dos mil euros, estaba a los pies de la valla de Melilla. Ignoraba que el futuro le esperaba para inmolarse. Sus fuerzas se concentraron en saltar. Lo hizo. Cuando tocó tierra española, sangraba como un cerdo. Pero no le importó. Se lamió la sangre y rezó cara a la Meca. En ese instante, una bala acabó con su vida. Días después aquel ministro en un acto de franqueza indecente dijo: "La infelicidad de algunos africanos no tiene lugar en el universo de nuestras leyes". Acto seguido comulgó como Dios manda.

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