Quisiera abandonar esta tierra en la que parece imposible ser gobernado con dignidad. Donde las conductas éticas, democráticas y honestas son anomalías extravagantes. Porque esta tierra está abonada a la mentira, al trapicheo, a la conspiración y al complot interesado en nombre de Navarra en vano. Irme y no cumplir más con mis preceptos de ciudadano. Porque quienes nos gobiernan y sostienen prevarican con la ley, la memoria y la verdad. Me sale plantarme. Escupir a quienes me administran en nombre de una democracia putrefacta. Que me instan a ser honrado mientras justifican su doble moral sin sonrojo alguno. Gentes que han hecho de la trampa, el caciquismo y la falsedad su canon comportamental. Que han hecho de la traición santo y seña, de la deslealtad una afición que ensayan cada día y de la política el arte de la prevaricación bien entendida. Gobernantes servilistas que han convertido el Parlamento en un circo que escupe inmundicias a diario. A esto han llegado UPN y PSN. Navarra no es una razón de Estado, es un estado de la sinrazón. Una franquicia provincial para el desguace, una sucursal del despotismo socialista, un corralito foral en bancarrota. Es lo que dan sí veinticinco años de colaboración entre derechistas y palanganeros sin oficio ni beneficio. Quisiera huir de unos gobernantes que se precipitan como vampiros sobre la inocencia de sus gobernados. Porque de eso comen caliente cada día. Gentes que han hecho del perjurio un himno que se enloda en su propio fango. Navarra no es ya razón de Estado, es la tormenta perfecta que todo déspota necesita para amedrentar a sus pesebristas; un lugar donde la franqueza llega a ser un valor indecente.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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