En palacio y Estafeta, en la calle y los despachos, en el mercao y allí donde la realidad apesta por indigesta, se oye un murmullo de sables. Es el eco del miedo. De los mantras forales, de los fantasmas que de nuevo se aventan desde el poder neurótico y circular. Navarra razón de Estado, verdad incómoda. Como un tótem recurrente. Como hipoteca envenenada por una España ulcerada que disimula el puñal bajo la amenaza. Navarra como arma de combate, mercadeo de votos y trata de voluntades. Navarra como proyecto de guerra, como excusa para la sujeción, como designio poseído por la corrupción y la mentira elevada a santidad. Navarra como un carnaval desprovisto de máscaras gobernada por ángeles reaccionarios. Navarra como porvenir fanatizado que lleva veintitrés años traicionando ilusiones, esperanzas y posibilidades de construir una Navarra razonable. Navarra sometida a la omertá de una casta política que ha santificado la exégesis de la decadencia.
Ahora, cuando todas las cloacas de palacio apestan, cuando la bancarrota moral pone en guardia a los sepultureros de la democracia; las viejas guardias se rearman. Hagamos patria, piña, bandera, peña, lo que sea. Que nada cambie en esta tierra sepultada por el cinismo.
Yo no sé dónde acabará todo esto. Es lo que pasa cuando la lógica ha sido absorbida por la iniquidad y el desafuero. En juego está la palabra de Jiménez, si la presidenta se disolverá en su propia dimisión o se enrocará en su despotismo foral, si la oposición será capaz de hacer oposición o si al final el PSOE dejará libertad a sus pecheros navarros. Mientras, en la calle, la gente hace apuestas: ¿Febrerazo?
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