Hace años leí una novela que me removió por dentro: Galíndez, de Manuel Vázquez Montalbán . No voy a decir que después de esa lectura, el Estado, sus alcantarillas y los fontaneros que manejan los grifos del poder, se me revelaran como el Espíritu Santo. No hacía falta leer Galíndez para saber de qué va el Estado cuando molestas de verdad. Pero esa lectura me impresionó por la contundencia de su relato. Por la osadía y el reto intelectual de una narración que descendía a los infiernos del poder y sus ángeles exterminadores, que desmontaba sus mentiras y la obediencia debida. Manuel Vázquez Montalbán -en 2013 se cumplieron diez años de su muerte y pasó desapercibida- era un intelectual puro, un irredento en tiempos de autocomplacencia liberal. Una mente lúcida que fustigaba las conciencias de los ricos y de los pobres, un crack de pegada corta pero de efectos largos. Sus demoledores argumentos contra la alegría de la Corte y el neoliberalismo aznarista de los últimos tiempos le convirtieron en el rojo más odiado de la Moncloa. Nunca fue un escritor pesebrista. Fue un antifascista armado de metáforas precisas que removían las tripas y mareaban los contornos del alma. Aunque comunista sentimental, viajó por libre para llamar a las cosas por su nombre; sin cortarse un pelo. Y es que tras ese enorme corpachón de gastrónomo insaciable se refugiaba el alma de un guerrero indómito que nunca quiso renunciar a cambiar los destinos del mundo. Un viajero en busca de travesías alternativas por las aristas cortantes de la razón. Un sentimental de las utopías personales y colectivas, un pensador de altura que nunca dejó de retorcer su conciencia en busca de nuevas tierras prometidas, de ese lugar imaginario de donde uno nunca quisiera regresar. Eso y mucho más fue este hombre al cual conocí, hace años, en una caseta de la Feria del Libro de Madrid. Aprovechando la firma de sus libros, le pregunté algo acerca de algunos detalles históricos referentes a Galíndez. Estuve media hora con él. Sólo escuchando. Porque aquella caseta se convirtió en un paraninfo. Habló sin parar y con tanta pasión que sucumbí ante la enormidad de aquel personaje que rebosaba saber y convicción. Vázquez Montalbán, una de las cabezas mejor amuebladas del firmamento literario, se fue sin despedirse como hubiera querido, llamando cabrón a más de uno. Su última novela, Erec y Enide, ya ave ¡ nturaba su testamento porque, según él mismo dijo, “es un intento de encarar el problema de los desamores, de los desencuentros consumados por el miedo a la vejez, el miedo a la muerte y hasta un intento de superar el amor como problema subjetivo o individual en una fuga solidaria”
Hace 15 años escribí este artículo en Noticias de Navarra. Hoy hace 15 años de la muerte de este inmenso poeta catalán. Mientras algunos políticos analfabetos se enriquecen por el morro, mueren los poetas. A uno el cuerpo le pide mandarle a ese tal Galipienzo uno de los poemas de Miquel Martí i Pol, el poeta-obrero catalán muerto el martes pasado. Pero hay algunos hombres tan necios que si una sola idea surgiese de su cerebro, ésta se suicidaría abatida por su dramática soledad. Por eso prefiero seguir leyendo a este inmenso poeta que se ha ido en busca de un mundo donde reconstruir sus utopías. Miquel Martí i Pol fue una de las voces emblemáticas de la poesía catalana y un referente imprescindible de la identidad catalana. Un escritor de enorme carga emocional, un hombre que construía versos con los que se jugaba la vida en cada instante. Un obrero de toda la vida que empezó a trabajar a los catorce años en una fábrica de Rod...
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