Como si de un guión se tratara, primero vinieron los recortes económicos, le siguieron los recortes sociales. No contenta con ello, el ala ultrafascista del PP impuso el recorte de las libertades. Ahora toca llegar a lo más alto: la represión pura y dura. Sin contarse un pelo. Nos gobiernan fascistas envalentonados protegidos por una policía fascista que desprecia a la ciudadanía. A una ciudadanía indefensa en manos de mandos policiales que deberían estar sometidos a jucio. Por desprecio a las mínimas normas democráticas. Los hechos ocurrieron el día en que la reforma de la ley del aborto se aprobaba en un parlamento aparentemente democrático. No hay palabras para tanta infamia.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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