Para el PP, Gibraltar es un chollo. Está siendo un chollo mediático, emocional y patriotero. También una oportunidad para ocultar las propias vergüenzas, las de dentro. Ya ocurrió con Perejil, aquella isla de chichinabo que asaltó la Legión en 2002 a golpe de cabra mecánica. Las autoridades españolas braman contra Gibraltar y sus políticas fiscales, contra el contrabando, contra todo lo que no son capaces de bramar aquí, ni de nombrar, ni de poner en tela de juicio de puertas adentro, donde la vergüenza se cuece a fuego lento. A España le da igual lo que se haga en Gibraltar. Siempre le ha dado igual. Incluso participa y ha participado con el silencio cómplice de todo cuanto critican ahora las autoridades españolas. Ahora, unos cuantos pedruscos volcados a un mar plagado de cadáveres en busca de las tierras prometidas resulta que son de vital importancia. ¡ Farsa de país y de gobernantes ¡
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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