Ayer en Pamplona, una ciudad de provincias del reino caótico y catódico de
España, comenzaron las fiestas de un santo internacional, no por méritos pasados, sino por méritos presentes:unir a millones de personas en torno a la sagrada pasión por el alcohol sin
freno.
Esta ciudad está regida por gentes de poca cintura política. Gentes
de poco recorrido personal e intelectual. Gentes zafias y pasionales capaces de cambiarte la vida sin pedirte permiso. Y es que ayer, cuando se iba a lanzar al
mundo el cohete anunciador de las fiestas de San Fermín, una gran ikurriña tapó
el escenario desde el cual unos políticos de poca monta decidieron montarla.
Todo porque una bandera se convirtió en la estrella de la fiesta. Pero quienes tenían la responsabilidad de sortear
el evento con elegancia, decidieron hacer el ridículo político más sonado de la
historia de la ciudad de Pamplona alegando motivos pasionales teñidos de falso,
estúpido y casposo constitucionalismo. Hasta que no se retiró la ikurriña, el
cohete no se lanzó. Veinte minutos más tarde de las doce. En la plaza miles de
personas corrieron un riesgo que no se ha nombrado. Porque no interesa,
porque el bastardismo político se lleva por delante todo. Hasta la decencia, la
responsabilidad y el sentido común.
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