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Aquella ciudad


                                                         


Aquella ciudad había vivido de las rentas de un pasado glorioso. En tiempos fue noble, ilustre, leal y no sé cuantas cosas más. Con  esos títulos se comió el mundo y durante algún tiempo se lo puso por montera. Además, por azares de la historia, por su atesorado provincianismo, amor propio  y buena estrella aliada con el destino en lo universal, estaba muy bien considerada en el ranking de ciudades modelo. Lo tenía todo porque en tiempos fue próspera: buena gente, cabezas ilustres, creatividad, rebeldía, naturaleza, ingenio, riqueza, trabajo, mano de obra importada y una ingente cantidad de recursos para ser bien gestionada. En fin, una privilegiada. Y de eso presumió durante tiempo hasta que su conciencia pesó tanto que se convirtió en un atentado contra el tiempo. Presumió de  ser la primera en calidad de vida, en renta per capita, en servicios, en zonas verdes, en habitabilidad, en solidaridad, en piscinas por habitante, en bares, en volumen de reciclaje, en sociedades, en donantes de sangre y en no sé cuantos indicadores más que la convertían en la envidia de sus vecinas.  Pero todo esto, si bien fue cierto, servía como fachada para ocultar sus debilidades y perversiones. Las que nunca nombraba. Y ocurrió que, embriagada de tanto éxito, satisfacción y autocomplacencia, empezó a decaer. El presente iba ya en otra dirección y aquella ciudad estaba perdiendo el tren de la historia. Y todo, sin que sus regidores se enteraran. O si se enteraban, miraban para otro lado. Y ese lado era el suyo personal e intransferible. Y así nos ha ido. Vivimos como rehenes del pasado y también de un  presente  que ya no es nuestro. 
          Así que, poco a poco, aquella ciudad se fue olvidando de sí misma, de su historia, de sus gentes, de ciertos hábitos saludables muy arraigados y, hasta del latido de su propia alma enterrada en una plaza, hoy convertida en una escombrera que alberga un aparcamiento. Sus regidores más inmediatos comenzaron a verse envueltos en escándalos financieros que trataron de ocultar mediante la imitación del silencio.  El tiempo de los recortes lo envolvió todo y la ciudad se encogió, como si quisiera escamotear sus sufrimientos y el de sus gentes. Aquella ciudad saboteada por sus regidores trataba de sobrevivir a sus problemas como una prostituta deambula por una ciudad sin aceras. Aquella ciudad trataba de refutar su propio suicidio, pero alguien le dijo que solo se suicidan los optimistas, los optimistas que ya no logran serlo. Aquella ciudad hacía tiempo que había perdido el norte, pero también  estaba perdiendo cordura y por ella fluían vientos contaminados. Mucha gente huyó cansada de tanto desacierto y mala baba. De tanto estrechar los cercos que hacían felices a sus habitantes. Ahora la ciudad se miraba agotada por un exceso de confianza en los sueños. Mientras tanto, sus regidores, en tiempos unidos al pueblo por un fino hilo de oro, tejían sogas de cáñamo para saldar cuentas con la historia.

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