Dos iniciativas culturales, para más señas,
librerías de Pamplona, están siendo, a mi parecer vanguardia y, además santo y
seña de una revolución silenciosa, la de la nueva socialización de conocimientos y de transferencias de
experiencias en los más variados ámbitos del arte y la cultura. Auzolan, esa librería casi de toda la vida de Pamplona, ha puesto en marcha foros y espacios de lectura comunitaria, reflexión y
dinamización que van más allá de la venta individualizada del saber y de la
cultura. Quiere, a través de puesta a disposición
del gran público, servir como espacio de reflexión al servicio de la comunidad
ante la imposible, al parecer, reflexión desde los espacios públicos que niegan
o dificultan reiteradamente toda posibilidad de pensar, reflexionar y resistir.
Por otro lado, La Hormiga Atómica, esa
librería-café de la calle Curia, donde confluyen nuevas miradas de hacer barrio
y negocios, se ha configurado como
un espacio reivindicativo donde confluyen experiencias varias y donde se puede
encontrar un amplio abanico de sensibilidades sociales y culturales que están enriqueciendo
el espacio cultural de esta Iruña sometida a intenso apartheid
cultural institucional. Ambas referencias pelean contra corriente pero se han
adueñado de no pocas ilusiones y proyectos varios que pretenden cambiar la
mirada para afrontar este presente arrasado e inmisericorde. Desde aquí mi
felicitación a ambas aventuras.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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