Suenan los acordes estremecedores de la Tercera Sinfonía de Góreki. Llamada también de las Canciones Dolientes o de Las lamentaciones. Todo un monumento al dolor. En una cárcel de la Gestapo, en Polonia, una niña de 18 años dejó escrito con sus uñas, antes de ser ejecutada lo siguiente: "Mamá, mamá... No llores por mí". El compositor compuso esta obra maestra y lo hizo para la eternidad sonora, esa en la que los lamentos solo pueden encontrar el equilibrio y el consuelo deseados.
Oigo la radio, leo los periódicos y me entran ganas de llorar y de vomitar abiertamente sobre los viles e ignominiosos raptores de nuestras vidas. Sobre los corruptos protegidos por la mentira oficial. Sobre los mercenarios de la indecencia política y social. Nada queda ya. O casi nada que decir. Tampoco oír. Todo será negado. No tres veces, sino las que hagan falta para justificar la vida en este fango si es preciso.
Oigo a Góreki y siento el laxante de la auténtica verdad. De la piedad, del amor, de la seducción sonora que me lleva a un tiempo al que me gustaría volver y que, afortunadamente, no he vivido. Allí, lejos, en el tiempo de la barbarie, hubo gente dotada de una sobrecogedora pasión por la vida, la verdad y la ética. Gente por encima del dolor más horrible. Con una ética gigante. Sobrevivieron en medio del caos más brutal. En medio del frío de un infierno, el más sangrante de toda la historia de la humanidad. Pero de ese tiempo inclemente y dolorido, de millones de muertes al por mayor, surgió una nueva idea de la humanidad, de la verdad y de la ética. Hoy todo eso, en este país de mierda hasta la Corona, se ha desvanecido. Si es que un día, algo de eso fuimos capaces de aprender. Cada día que pasa es un paso hacia un abismo infinito. Abajo no quedan fondos que tocar, ni líneas rojas que cruzar. Solo la negra ilusión de un país devorado por la usura, la avaricia y el rapto de una tribu de sátrapas que sólo merecen el destierro y el presidio de por vida.
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