Por la tarde hago dos compras. En una tienda, una dependienta de 31 años se muestra alegre, eficaz, me cuenta que come con su madre todos los días, que ésta le cuida a la hija mientras ella trabaja en una tienda de telefonía. Me atiende bien, amable a más no poder. Sonríe y se muestra dispuesta a mostrarme el producto que voy a comprar. Me procura el menor precio y busca una oferta. Trata de ser honesta con su venta. Y yo me siento incómodo ante tanta amabilidad. Le pregunto si es así siempre. Sí. Tengo trabajo, me gusta y mientras me paguen y no me despidan, voy a cuidar a la gente y a hacer bien mi trabajo. Me sorprende, pero me atrapa su sinceridad en este mar de engaños y desengaños. Compro, le doy las gracias y me invita a seguir yendo a la tienda. Sigo de compras. En una panadería, la dependienta, otra vez dependienta, me enseña diversos tipos de pan y me aconseja. Me relata cómo se hace el pan, de qué está hecho. Pareciera que está trabajando en un gran proyecto de investigación. Su relato sobre el pan es apasionante. Vende pan, solo pan, pero pareciera que me vende trozos de vida y de alegría. Me dice que acaba de ser contratada y que está muy contenta. Insiste en mostrarse feliz. Me sorprende tanta amabilidad en una tarde de invierno. Pero es así. Entonces reflexiono y me digo que este país, troceado, roto, arrasado por corruptos sin alma, no se merece esta ciudadanía honrada, feliz, a pesar de tanta basura contaminada a su alrededor, gente que, pese a la desdicha, es capaz de mostrarse amable y sincera. La gente, por lo general, despliega buen hacer y ganas de hacer bien las cosas mientras una recua de mandarines destrozan, esquilman y se ríen a mandíbula batiente de millones de gentes. Y mientras, este gobierno se empeña en hacer de la mentira y la farsa, del robo y del engaño, de la estafa y la la insidia, la bandera de su gestión. Sublevación ya. Porque la gente no se merece a esta gentuza.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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