Hay algunas tardes que merecerían ser borradas del calendario. La tarde del primer día del año, la tarde del día de Reyes, algunas tardes de resaca, y otras marcadas por los dramas más intimos. Hay en algunos autores literarios una tendencia a aborrecer estos días vacíos de alma y cuerpo (Cioran, Banville, Vila Matas, Bolaño y otros) Agotadas las fiestas, estos días en que celebramos un carnaval desprovisto de máscaras, exhaustos de colesterol y celofán inflamado de sobredosis de ilusión impostada, asisto a una tarde final, final de fiestas, la del día de reyes. La vida en Pamplona algunas tardes es plana, laxa, al límite de la realidad. Más después de días de intensidad gastronómica. Pareciera que la ciudad está llena de grandes gastrónomos. Como los que el Conde de Sert relata en "El Goloso", Una historia europea de la buena mesa, cuando dice que recuerda a un "facha" de finales de los cincuenta que luego de atracarse , y con mucho alcohol en el cuerpo, balbuceaba unas aleluyas: "Beber mucho, comer fuerte y enseñarle los cojones a la muerte". Y es que uno observa los movimientos de la gente, lentos, abultados de comidas y cenas, de plantes y desplantes familiares y de encuentros inesperados y decide retirarse al confín de su hogar en busca de una buena lectura. Me he regalado la ultima novela de Alfredo Bryce Echenique, "Dándole pena a la tristeza". Ya el título me atrae. No es fácil encontrar buenos títulos, pero este autor suele aplicarse en ellos. La historia de una familia limeña, los De Ontañeta Tristán, me sugiere la tocata y la fuga incluida de la ciudad.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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