Los miserables. Vi la película. No hice caso a ninguna crítica. No me dejé llevar por los comentarios, ni a favor ni en contra. Me guió el guión de la novela leída hace años. Y no me defraudó. Al margen de su fidelidad o adaptación al texto original. No era lo importante. Sentí escalofríos, rabia, pasión, alegría, emoción. Un todo en uno que me anegó, en ocasiones los ojos. Sentí cuánto habíamos perdido y me revolví en la butaca. De pena y de rabia. Sentí que ya eramos de otro tiempo y que aquello que estaba contemplando estaba definitivamente enterrado. No obstante, la gente permanecía en un silencio sepulcral, como atada de pies y manos ante una pasión imposible de detener y que pasaba de largo. Por allí crujían los sueños rotos, la justicia bastarda, la sublevación deseable, el honor, la fuerza, el amor imposible, la pulsión, la voluntad, el empeño, la fidelidad, el sacrificio, la solidaridad a borbotones, la fraternidad olvidada, la redención y la supervivencia a raudales. Allí se concentraba todo el romanticismo de las grandes revoluciones, de las que somos deudores. De las que vivimos gracias a sus réditos y que estamos a punto de perder si no somos capaces de volver a las barricadas. Los nuevos Miserables están aquí, entre nosotros. Pero a diferencia de 1815, hoy asisten al funeral de sus deseos. Entonces me vino a la memoria una reflexión de Cioran, recogida en su texto Desgarradura, un texto que sirvió al rumano para analizar la decadencia humana y la insustanciallidad de los tiempos modernos. Venía a decir que después de tantas conquistas y hazañas de toda clase, el hombre solo sigue mereciendo interés en la medida que está acorralado y aprisionado, en la medida que se hunde más. Y si sigue de pie, si sigue ahí, si seguimos aquí es porque no tenemos fuerza para capitular (ya no sé si hemos capitulado), para suspender nuestra deserción hacia adelante. Volveré a ver Los Miserables y volveré a la novela de Víctor Hugo. Para cambiar mi estado de ánimo. Un antídoto contra la depresión social.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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