Ahora, en tiempo de carnaval, Jorge Amado vuelve a hacerse imprescindible. El pasado año, pasó sin pena ni gloria para él. Había nacido en 1912, en Itabuna, Bahía (Brasil) y muerto en Salvador de Bahía en 2001, pero su centenario apenas concitó la pasión que él le puso a la vida. Fue un tipo intenso, vividor, militante del partido comunista brasileño, abogado y diputado en 1945. Vivió cárcel y exilio pero también desengaños. Abandono el partido en los años sesenta pero nunca olvidó dónde había nacido y para qué. Leer su obra es más que recorrer un país, más que una región, Bahía, o más que reconocer a sus paisanos en plena bacanal de caipirinhas, playas o carnavales. Voy a leer, de nuevo, El país del carnaval. Porque este país va camino de ser un carnaval perpetuo que sus políticos construyen cada día.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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