A los trabajadores del metro de Atenas, después de nueve días de paro y movilizaciones, les han amenazado con ser detenidos o encarcelados si siguen insistiendo en su protesta. Ni derechos de huelga, ni de manifestación, ni protección de sus salarios, ni de su dignidad como trabajadores esquilmados. Se acabó. Esto es lo que hay. Hasta aquí hemos llegado. Líneas rojas traspasadas. Sí. ¿Y qué? Nada. El vacío, el silencio, la inevitabilidad del presente, su tiranía. Solo el rostro del poder venido arriba en banderillas. Ni ideas, ni estrategias, ni expectativas, ni esperanzas, ni ciclos históricos que expliquen lo que pasa, ni ajustes, ni reajustes. Nada, solo la desolación de poder en su máxima expresión. La ley, los derechos, las constituciones son solo papel de baño, inservibles ante tamaña agresión. Solo queda el ejercicio del poder en estado puro. Ante ello, solo una chispa que nos movilice en la misma dirección. Como hace años, como siempre, como la historia nos ha enseñado. Ya me entienden.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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