¿Donde está este personaje en este momento? ¿Qué le están enseñando? ¿No se da cuenta que el gatillo le cuelga a la altura del crucifijo? Quisiera saber qué hace, por qué está jugando con este cacharro de matar y no con la justicia social, ese concepto que tanta sospecha despierta en su boca. Dónde están los jefes de este personaje ahora, en este instante supremo de verdades como puños, cuando once millones de pobres españoles empañan su florido y empalagoso discurso oficial
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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