Rajoy no quiere pedir el rescate de esta ruina llamada España. No, no hablo de esa ruina metafísica tan del gusto decimonónico y literario que dio lugar a no pocas novelas sin gusto y desgastadas; sino la real, la que llaga la carne de sus gentes, de las gentes que se suicidan a diario por falta de mínimas seguridades sociales y económicas, la de los hogares con la mala salud que ahora deben pagar por seguir con vida. Los trileros del PP, los hampistas, buhoneros, meapilas santificados, sacamantecas, comisionistas, bancarios enfangados de corrupción al por mayor, subsecretarios de Estado del Malestar, directores generales de la nada, del vacío y ministras analfabetas a las que les cuesta articular una frase coherente de corrido. Inmensa miseria la que recorre este país de pillos, traidores y vendidos al capital alemán. Como lo fueron París y otras ciudades bajo el dominio nazi de la Guerra Mundial. Lo digo alto y claro, nunca me sentí especialmente nacionalista. De nada ni de nadie. Tampoco abogué nunca por ese universalismo incapaz de asentar el culo en cualquier tierra prometida. Quizá mi origen migrante me haya paralizado esa parte sentimental que me conecta con alguna raíz de la que echar mano de la identidad. Pero nunca como hoy me he sentido tan antinacionalista español. Tan sentidamente contrario a pertenecer por gracia y desgracia del malhacer de una banda de cosacos al reino de España. No me mueve el odio España por el lado identitario. No, no me mueve el PRH ni cosas por el estilo, me mueve irme de un lugar que permite la ruina y el ahogamiento de su gentes para salvar a una minoría de comisionistas bastardos que se han enriquecido a nuestra costa. Y además quieren que esto es lo único posible, y que sigamos pagando por ello. No quiero pertenecer a este Estado desprotector, ni a este Estado que me obliga a pagar impuestos, que van a dar a la mar de los bancos corruptos. Terroristas económicos del pueblo, sí del pueblo. Porque sigue habiendo pueblo al que sangrar, aunque durante un tiempo lo olvidamos. No quiero pertenecer a esta España absurda, corrompida, negra, sin ideas, vendida, traficada, empeñada y decididamente abocada a la ruina de sus gentes más vulnerables. O sea, todos menos esa monarquía pastosa, sobrante, silenciosa y corrupta, esa Iglesia amordazada, interesada y cínica o esa casta de banqueros usureros a quienes protege una clase política que ya no tiene nombre. Porque no hay palabra en el diccionario que sea capaz de definirla.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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