Eran las doce, más o menos, del mediodía frío de Pamplona. Cerca de la casa consistorial, ya me niego a llamarlo Ayuntamiento porque lo de juntar o de ajuntar solo se queda en la semántica vacía del concepto, había cientos de jubilados guión as en busca de 365 días enmarcados en una sucesión de meses. Creo que es la única vez que este, perdón, Ayuntamiento regala algo. Un calendario, como quien regala una ristra de caramelos endulzados tras una promesa incumplida. Cientos de ellos, desocupados, vaciados de tiempo, iban en busca de un lugar donde encontrarse en el tiempo. Un objeto para contemplar su destiempo. Pero no era verdad, muchos iban acompañados de nietos y nietas en edad escolar que hoy, como muchos días, cuidan para que sus progenitores se busquen la vida más allá de la que se puede concentrar en ese día del calendario consistorial. Sorprendía ver rodeado el edificio de gente, como si quisieran tomarlo al asalto, con sus municipales vigilando cada movimiento de entrada y salida. Nunca vi cosa igual. O quizás todos los años se repita el mismo asalto, como si todos ellos creyeran que allí, un día se juntaban y resolvían los deseos de sus vecinos guión as. O como si allí se regalara el tiempo precioso de cada mañana, de cada despertar. Pero no, solo era un reparto que calma la desdicha del paso del tiempo.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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